Canción para la sombra del árbol

Queda que los perros sedientos se tumban en el tiempo del polvo

y la lluvia miserable, cuando la hierba rala entre hojarasca y nada

es un recuerdo indiferente.

Queda que los amantes jóvenes se besan, apartados como están de sí mismos,

y son ellos más que nunca: Uno recita una frase de Whitman -algo sobre

los cuerpos alzados para la batalla-.

Hay que unas ramas colgadas de sí mismas, tristes y embrutecidas,

vieron demasiado fuego y sintieron el silbo del hacha cerca del oído.

La sombra permanece.

Queda el descanso de las jornaleras y las aguadoras

con sus vasijas resonando canciones y chistes obscenos,

de ropas remangadas y surcadas de sudor. Y todas las miradas

desesperadas.

Queda la minúscula flor obcecada en persistir, los huesos de pájaro,

las escorias de fruta.

Hay que unas ramas colgadas de sí mismas, tristes y embrutecidas,

vieron demasiado fuego y sintieron el silbo del hacha cerca del oído.

La sombra permanece.

Queda un muerto que se presenta cada amanecer,

nadie le ve apretar los dientes o cerrar los puños de cara al cielo sesgado.

No sabe aún cómo resonará el trueno eternamente en su cabeza. Luego desaparece.

Quedan hongos anhelantes de humedad. Una rueda vieja amarrada

de una cuerda, y todas las niñas, y todos los niños sin columpio,

restos sacrificados de la ciudad que declina. El verde prometido

de las estaciones -la tierra vuelve siempre-.

Queda que alguien se sienta y narra el transcurso del grano de polen,

el vuelo de la abeja, la visita de los mirlos, otro alguien escucha,

cuatro manos lo escriben como un cuento de vida. Se tumban y un sopor acude

a la hora de la siesta. Bienvenido sea.

Hay que unas ramas colgadas de sí mismas, tristes y embrutecidas,

vieron demasiado fuego y sintieron el silbo del hacha cerca del oído:

calma, aún no llegó el rayo ni la plaga, calma que

la sombra permanece.

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